17 de mayo de 2010

Volver a ser

Decidí marcarlo en el calendario en rojo, como esas fechas tan importantes, aunque no llegaría nunca a ser para tanto. Incluso hasta hacía cuentas regresivas mentales, porque ya me parecía un despropósito escribirlo en el calendario. Intenté hacer las cosas de la mejor manera para prepararme para ese día y poder disfrutarlo. Pero la verdad es que la rutina me impidió llegar a ese momento como hubiese querido. No pude tener el volumen mínimo que esperaba y ni siquiera pude estar sin las molestias que tenía desde que empecé a imaginarme ese momento. Igual con tanta ansiedad y tanta rutina pude ingeniármelas para meter un buen entrenamiento de base, un fondo largo y tranquilo, pero que no llegaría a ser ni siquiera una entrada en calor de otros tiempos. Pasaban los días y ya pensaba que el ansiado regreso iba a ser un fiasco. El calendario apretaba y la cuenta regresiva cada vez era menor. Hasta que no aguanté más y quise sentirme libre, ágil y potente. No tuve mejor idea que hacer pasadas a velocidad, porque en esas situaciones era cuando me sentía realmente bien antes de una carrera. No quise pasarme de rosca, pero igual evidentemente algo de eso hubo. El gemelo derecho me estaba pasando facturas y cada día lo hacía con más intensidad, hasta que el día anterior decidí entregarme a las manos duchas de mi hermana para ver si el reclamo muscular menguaba. No hubo caso y tuve que salir al toro con dolor y todo. Además la térmica no ayudaba para nada y tuve que hacer una entrada en calor tipo cebolla, empezando con pantalón largo y dos buzos, hasta terminar gradualmente en calza corta y remerita dri fit, una combinación nada abrigante. En camino hacia el disparo inicial sentía el pinchazo cada vez más acentuado. Pero también tenía el llamado de mi espíritu competitivo que me pedía dar más de lo que mi cabeza me recomendaba. Y finalmente allí fui. Atrás de la multitud. Sin espectativas y con un solo objetivo. Sobrevivir al dolor. Llamarme a mi mismo Ironman, recordar las operaciones, las hernias de disco, el sobrepeso pasado y las emblemáticas postales de entrenamiento en la Ría de Gallegos, de madrugada en el Parque Sarmiento y hasta el sufrimiento en competencia en la primera vez de Baradero y mi única vez en Concordia me daban la fuerza y la inconciencia para seguir. Todavía sin tener claro un plan de carrera, ni siquiera sin saber si era necesario tener uno, fui hacia adelante por inercia. Con el magnetismo que tiene la elite por salir adelante, pero sin piernas de esa calidad. Con la esperanza de los que empiezan, pero sin tanta sana ignorancia. Y sobre todo con las ganas de volver a ser. Cargando pilas espirituales, dando cuerda mental y buscando motivación en el cielo y abajo de cada pisada finalmente encontré la razón para correr. Y quedamos en encontrarme con ella después de llegar para ver si realmente habia podido volver a sentir lo que era estar ahí. Y allá fuí. Con las primeras zancadas medidas y esquivando piernas. Con los brazos abiertos para que nadie me termine de arrastrar. Y con la mente en los dolores y en ella después del final. Ya había arrancado y no sabía todavía si necesita un plan. Así que decidí ir paso a paso, aunque a esta altura me animaba a hacerlo kilómetro a kilómetro para no ser aburrido y reiterativo. Así, como mucho, solo repetiría diez veces el ritual. La primera vez que miré el crono quedé sorprendido, pero no tardé en meter excusas y dudar. Con el paso del tiempo el tranco se hizo regular. El dolor también. Pero cuando uno llega a la mitad ¿cómo hace uno para no pensar que todavía falta otra mitad igual? ¿cómo uno hace para no pensar que incluso esa segunda mitad sería más dolorosa? Evidentemente todos los de alrededor pensaban parecido porque sin demasiado esfuerzo, pero con mucho estoicismo ante el dolor veía como iban quedando atrás. Incluso hasta trataba de buscar otras fuentes motivacionales como demostrarle a los bombistos que el esfuerzo es estar corriendo como lo hacía y no dándole golpes suaves e intransigentes al instrumento a esa hora de la mañana. No obstante los gritos que les pegaba a los pocos músicos que logré encontrar en el camino, también volvieron las motivaciones de antes de la carrera, pero siempre terminaba en ella. Ella, que me hizo tan feliz cuando se me cruzó justo antes de partir. Ella que me iba a encontrar al final. Ya con el ochenta porciento adentro no quedaba margen para tirar la toalla o para un final abandónico. Pero era evidente que el presagio acerca del dolor se cumpliría. El dolor aumentaba y el cansancio también. Ante esa ecuación, ¿cómo hacer para estirar el paso? ¿o para despegarse del suelo con mas fuerza? Solamente pensando en ella, queriendo estar por fin en sus brazos y diciendole cuanto me alegra verla. Y así fue. Los últimos metros, quizás los únicos con público, fueron los testigos de la reacción del Tiburón que huele la sangre. El último esfuerzo. Los pasos cada vez más pesados, más doloreosos pero cada vez más fuertes, con un corazón que bombea a tope. Y pensando en ella hasta cuando cruzaba la meta. Y ahí nos vimos finalmente. Nos abrazamos y disfrutamos un poco del sol. Con el dolor acompañando, pero abrazados a pesar del frío y de todos los demás. Ahí estabamos la gloria y yo. Sin importar los tiempos, sin importar la ubicación. Volviendo a sentir. Volviendo a ser.